sábado, abril 11, 2009


La caída en el tiempo

Unos días de campo harían ceder la fiebre
de preguntas.
Las mañanas serían claras.
Se escucharía el ruido redondo del molino
una vez y otra,
luego
también
el mugido de las vacas.
Iaia vendría con tazones humeantes de café
sobre sus manos
(¿o eran las alas de los ángeles?)
y habría olor a eucaliptos en toda la casa,
vapores en lenta ascensión sobre
los leños.
Me sentiría mejor y le pediría a los peones la yegua blanca.
Andaría entre los pequeños gritos de los teros,
cabalgadura errante de lo que fue mi sombra
amenazada
por la fascinación del mediodía.

El me vería frenar de golpe
y caer
de mi soberbia
altura.
Lo asustaría imaginar
de lejos
que algo grave pudiera suceder.
Luego sabrá que no.
Solamente los golpes
de la vida.

Cedería la fiebre,
igual que ceden los médanos a la furia del viento.
Volvería -como se vuelve atrás una película muda-
esa imagen de nosotros antes
de la caída
en el tiempo.
Sin palabras
(un bálsamo su abrazo)
anidaríamos por fin en lo que fue el camino del principio.
Sarah Cuber

domingo, enero 11, 2009










El amor sin límites


“Ella va a demostrarles quién es mujer y cómo se es mujer”
(José Donoso, en “El lugar sin límites”)

La Manuela tiene un tajo
En su costado izquierdo
Igualito al que quisiera
Allí debajo
De su pollera
Te mereces un amor a la altura
De tu vientre
Ay, Manuela,
Te amaría si no fuera
Que amo a un hombre más hombre
Que tu Pancho
Un hombre que no vuelve
(Porque hombre,
se murió sin decirme que moría
de no saber amar, Manuela mía).
Ya ves, también yo tengo un tajo
Una rajadura
Acá en el corazón
Y ahí,
Abajo
Donde nos une no el amor
Sino el espanto
Que por callarse
se desboca
y pierde
noción de sí el que
se inmola en vano.
Nor Etxe, verano del 2009.